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  Las tres vidas de Joaquin Sabina
 

Joaquín Sabina: las tres vidas de un poeta

 

Nació en la provincia española de Jaén hace 55 años. Volvió a hacerlo, dice, después de un exilio en Londres durante los 60 y, en 2001, tras una enfermedad que lo obligó a cambiar costumbres. La Revista lo entrevistó en su casa de Madrid, donde prepara un libro de cartas en verso y sueña con volver al Río de la Plata

 

MADRID.– La noche que ama Joaquín Sabina no amanece jamás. Lo dicen sus canciones, y las persianas bajas del departamento que mira a la plaza Tirso de Molina, en ese lugar donde Madrid exhibe la geografía de un mundo aparte, trazado por inmigrantes de todos colores. Son casi las siete de la tarde, y todo indica que allí arriba no podrá hallarse nunca a un recto caballero español intentando vacunarse contra el azar para vivir cien años. Que no habrá un Sabina así, por más que algo haya cambiado en la cabeza del poeta después de aquel accidente cerebral que, en 2001, lo dejó igual por fuera y mucho más inseguro por dentro. Por más que ya no cierre los bares ni haga tantos excesos, y ahora se ocupe de sus dos hijas (de 12 y 14 años), amanezca con el pelo de Jimena, su mujer, haciéndole cosquillas en la nariz, o le emocione más hablar de César Vallejo que de Jimmi Hendrix.

–¿A qué piso vas, argentinita? –pregunta en la entrada del edificio una vecina, señora mayor, bolsa de feria en cada mano, personaje de Almodóvar–. ¿Vas a ver a ese tío que nos ha vuelto locos a todos? No sabes el berenjenal que ha sido el edificio. Le daba las llaves a medio mundo, y esto era un desfile de gentes, a cualquier hora, y con unas borracheras tre-men-das…

Tres pisos más arriba, Jimena abre la puerta. De ahí en más, las gentes que desfilarán por la casa (incluido el gato) le harán sentir al visitante lo que más importa: que es bienvenido.

El tío nos mira desde el sillón. Polera y barba grises, pantuflas, la risa en cuotas, dos peces de hielo (diría él) en su whisky on the rocks. Flaco, como siempre. Tranquilo, como nunca. Preguntándonos cómo nos trata la madrastra patria. Sabina no parece el tipo que acaban de describir allí abajo.

Habría que repasar algo de su biografía antes de contar lo que sigue. Habría que decir que Joaquín Martínez Sabina nació en Ubeda el 12 de febrero de 1949. Que cursó la escuela primaria en el colegio de las monjas carmelitas y el bachillerato en el de los salesianos. Que se exilió en Londres en los 60, fue mozo, okupa, estudiante de filología románica, amante desde la adolescencia del arte de José Hierro, Quevedo, Bob Dylan, Leonard Cohen, Borges, Proust, Curro Romero, Los Beatles y Gardel.

Habría que decirlo. Pero también es cierto que el mapa más aproximado del planeta Sabina está en sus canciones, y no en esas guías sobre los mejores músicos de estos tiempos que venden en las librerías.

Entonces podría decirse que el tío del whisky on the rocks, con más de 15 discos con su foto en la tapa, nació con el corazón en los huesos, es Doctor en Lencería, militante por la paz, pagador al contado. Un tipo capaz de viajar de González Catán a Tirso de Molina sólo por, y nada menos que, "el amor de una mina".

A los 14 años, el rey Melchor "se lo hizo bien conmigo, y me trajo, por fin, una guitarra". Por la misma época, en el Ideal Cinema de su pueblo, disfrutaba viendo cómo "el viento golfo de Manhattan le subía la falda a Marilyn, y era domingo, y no había clase, y los niños de provincia soñábamos despiertos y en technicolor con pájaros que volaban y se comían el mundo. Y el mundo que querían comerse los pájaros que anidaban en mi cabeza… pongamos que se llamaba Madrid".

Aquí estamos, en Madrid. Sabina dice poco en cada respuesta, pero lo dice como escribe: con la entrega visceral del poeta que, mucho más que cantar, lo que quiere es contar historias.

–Me gusta el lugar donde vivo porque aquí empieza el barrio de los sudacas, los moros, los chinos, que es la gente que a mí más me atrae. Esto anda en el límite entre Europa y el Magreb.

–Está distinta Madrid. Al menos, se la ve muy diferente de hace diez años.

–Para mi gusto, se ha vuelto demasiado europea. Por esa cosa de la que todos hablan: la prosperidad económica.

–¿No le gusta la prosperidad económica?

–¿La que vino con el gobierno de Aznar? No, gracias. Ha sido sólida por el entorno geográfico, porque buena parte de Europa se ha vuelto próspera, pero nada más. Aquí, la principal fuente de ingreso es el turismo. Así que si un año, por una guerra o por lo que sea, no vienen los turistas, pasamos hambre. Somos unos gigantes con pies de barro.

–¿Qué cosas maquilló esa prosperidad?

–Que tuvimos un gobierno casi franquista, por no decir más franquista que Franco. Al final –ironiza– aquel tío nos dejó fuera de dos guerras mundiales, y Aznar nos metió en una que es terrible. Madrid está muy viva, pero al mismo tiempo muy febril, por cosas que a mí no me interesan: el dinero, la fama, el prestigio social. Estamos muy preocupados por nuestros hijos, por los modelos sociales que tienen, y que ven por TV.

–Está enojado…

–Es que la tele es una basura. El opio de la gente. Yo tengo dos hijas que miran esa telebasura, y me preocupa. En este país, una mujer famosa es la que se ha acostado con el chofer de la novia de otro. La verdad, el modelo de famoso que sale en la televisión es el de esas personas con las que no me tomaría una copa jamás.

–¿Cómo andan sus guerras (internas) de Macondo?

–Bien, estoy más tranquilo. Antes, cuando tomaba cocaína, pasaba tres días seguidos sin levantar la vista del papel. Ahora el trabajo es más suave, pero también más intenso.

–¿Ya no cierra los bares?

–Ni hago tantos excesos. Pero cierro el bar de mi casa, porque aquí dentro hay un bar abierto a los amigos. Que además están encantados… porque es gratis.

–¿Extraña los bares de afuera?

–En esos bares había inspiración porque tenían todos esos personajes estrambóticos que salen en los tangos. Pero también se perdía maravillosa e infinitamente el tiempo rodeado de borrachos que contaban todas las noches las mismas cosas.

–¿Incluido usted?

–Incluido yo.

–Aquí o allá, ¿cómo se hace para escribir historias que le ocurren a todo el mundo sin estar en el top ten de las radios?

–Es que yo creo que las canciones que están en el top ten de las radios hablan de cosas que no le pasan a nadie. O que le pasan a la gente a la que no le pasa nada. Para mí, hay que seguir la regla de Cervantes: "Habla de tu pueblo y serás universal". Si uno cuenta la historia de su propio corazón, si lo hace de verdad y no es un narcisista, estará hablando del corazón de mucha gente.

–¿No es narcisista querer volverse tan paradigmático?

–No. No hay que hablar de uno mismo como si fuera el paradigma de la humanidad. Lo que digo es que hay que tener los ojos abiertos. Yo no cuento sólo lo que me pasa a mí, sino también lo que veo que le pasa a otra gente y, muchas veces, lo que me gustaría que me pasara.

–¿Usted es optimista?

–No precisamente.

–¿Qué es un optimista?

–Un pesimista mal informado.

El flaco de Ubeda tiene siempre a mano la respuesta que alimenta el mito. El del bohemio, el desordenado, el que podría ir a todas partes sin documentos. Y, sin embargo, allí está: sentado en el sofá de un living en el que cada objeto es un tesoro perfectamente elegido. Un caballo de calesita, una mesa de billar, juguetes antiguos, vírgenes de cera, todo sobre un fondo azul intenso que no se parece a ningún cielo. Tan personal y envidiable como la biblioteca que, de piso a techo, guarda joyas, como un original de Víctor Hugo. Una fiesta para retinas, por momentos abrumadora. Una desmesura acomodada, que se parece mucho a él.

–En su país, algunos dicen: "Sabina ya fue".

–Desde luego que fui. Y espero seguir siendo. Pero si de lo que hablaban los primeros es de lo que hablan los imbéciles, que es de ventas de discos… bueno, que se queden tranquilos que ahora vendo más que antes. Lo que pasa es que llevo un par de años sin hacer giras, porque yo no quiero, y no porque no quiera el público. La otra cosa que pasa es que tengo 55 años. Supongo que para la gente que cree que la canción es patrimonio de la idiotez juvenil, son demasiados.

–¿A los 55 hay hoja de ruta?

–Yo nunca he tenido hoja de ruta. Casi todo me ha pasado por casualidad y carezco de capacidad de imaginación sobre el año que viene. Nunca sé si me voy a subir a un escenario pasado mañana o dentro de tres años. Cuando planeas las cosas, no salen inspiradas sino programadas. Y yo prefiero dejarme llevar por el vértigo de los días.

Sabina ya ofreció whisky.
Johnnie Walker, etiqueta negra. Su vaso está vaciándose con mesura. En cierto sentido, el poeta es casi un recién nacido.

–Yo digo que nací tres veces. La primera, en Ubeda. La segunda, cuando volví del exilio en Londres (que duró siete años, en la época de Franco) y, la tercera, después de esa enfermedad que tuve en 2001.

–¿Cómo es el exilio?

–Un paréntesis. Como crees que vas a volver, no construyes ni una casa, ni una familia, ni unos planes. De eso sacas algo bueno: yo creo que, gracias a ese paréntesis, tengo siete años menos de los que tengo.

–Y la tercera vida, ¿cómo empezó?

–Después de despertarme una noche y sentir que este brazo y esta pierna no existían. El ictus es un coágulo, un problema en el cerebro. Por suerte quedé perfecto por fuera, aunque por dentro me dejó inseguridad.

–¿La vida siempre cambia después de algo malo?

–Yo ya había cambiado antes. Lo de quitarme de los bares, estar con mi novia, eso ya pasaba antes del accidente cerebral. La verdad, creo que lo que te cambia son los años.

–¿Y qué otras cosas lo hacen sentir mejor ahora?

–¡Momento! Yo no he dicho que me sienta mejor. Me siento mucho peor. Por esa vida, lo que siento es nostalgia.

–¿De veras?

–Lo que quiero decir es que uno vive como puede, y ahora yo puedo vivir así. Pero no soy un converso ni un moralista, ni quiero andar diciéndole a la gente qué tiene que hacer. De todos modos, como te dije, es verdad que mi círculo de amigos antes se integraba por cualquiera que me encontraba en la calle y ahora es de estupendos poetas, estupendos escritores, conversadores, gente que aporta algo.

–¿Seguro que no tiene planes?

–Voy a editar un libro de cartas en verso. Con amigos, a la antigua usanza, como se escribían los amigos en el siglo XVIII. Se va a llamar Vuelta de correo, y calculo que un mes estará en la editorial (Visor, la misma que editó su anterior libro de poemas, Ciento volando de catorce). Es muy bonito, porque hablamos de cosas que nos importan, pero en riguroso verso clásico, con Silvio Rodríguez, Gabriel García Márquez, Alfredo Bryce Echenique, Fito Páez, José Caballero Bonal, Felipe Benítez Reyes, Luis García Montero y otros.

Milagros

Nada oficial, ni para anunciar con bombos y platillos, pero también está a punto de grabar nuevas canciones. Sabina lo cuenta al pasar. Y enciende su tercer Ducado.

–Tengo intención de dejar el tabaco. El problema es que no sé ni cuándo ni cómo.

–¿Qué otros vicios tiene un poeta a los 55 años?

–Leer libros de poesía y de historia. Hay unas edades en las que uno deja de leer novelas. Yo leo poesía para aprender, y porque tienen mucho que ver con mi oficio. E historia, para tener amigos de otros siglos.

–¿En qué cosas cree un ateo como usted?

–En los milagros.

–¿Cómo es eso?

–Creo en el milagro de la vida sin entenderla, en el milagro de levantarse cada mañana, en el milagro de que se te ocurra una canción. Todos ésos me parecen milagros en un mundo tan convulso, tan chato y tan injusto como éste. No los creo en cuanto a que estén predeterminados, o en cuanto a que eso sea la vida, porque la vida no es así para millones de personas.

Son casi las ocho. Hay que encender las luces. Las persianas siguen bajas.

–Me gusta la luz eléctrica. Soy incapaz de escribir antes de las doce de la noche. Los escritores que a mí más me gustan (con excepción de Borges, que se levantaba temprano), han sido siempre noctámbulos.

–Además de ser noctámbulo, ¿siempre hay que estar sufriendo como un condenado para escribir una canción?

–Casi que sí.

–¿No hay alternativa?

–Bueno, ha habido escritores felices. Neruda era un escritor feliz. Pero yo pienso que las canciones son un hombro que se le presta al que está triste.

–¿Por eso le gusta el tango?

–Claro. Los tangos hablan de fracasos. Y uno se siente menos solo cuando piensa: Vamos, que si a Gardel le ha pasado eso…

–¿Las mujeres todavía mueren por un tipo melancólico?

–¡Cómo se van a morir por un tipo que está casi muerto!

–Vamos, Sabina…

–Yo ya casi no salgo. Me escriben muchas cartas, eso sí.

–¿Cuántas veces se enamoró?

–A morir, tres o cuatro. Y sin morirme, un montón.

–¿Cuándo piensa ir a Buenos Aires?

–Estoy loco por ir. Cualquier día de éstos.

–¿Qué tiene Buenos Aires que no tenga Madrid?

–Melancolía. Y el verso. El verso porteño. El minerío, el bar de la esquina, y los quioscos abiertos a las tres de la mañana.

–Acá, en Madrid, ¿viviría en un barrio más distinguido, como Salamanca?

–Nooo. Además, no me dejarían. Si yo paseo por ahí, verás cómo me insultan las señoras.

–¿Qué le dicen?

–¡Loco! ¡Drogadicto! ¡Sinvergüenza!

–¿Y usted qué piensa? ¿No está un poco piantao?

–"Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao." Desde luego, no soy normal. Pero yo siempre encuentro que los locos son los otros. Como todos los locos, claro.

–Volvamos al mapa. ¿Tiene en mente algún lugar para nacer de nuevo?

–Buenos Aires o La Habana.

–En Buenos Aires, ¿viviría en González Catán?

–Podría ser. En realidad, lo bueno que tenía González Catán era una mina.

–Una argentina.

–Sí, son las mejores. Siguen siendo femeninas, y seducen a la antigua usanza. Aquí, en España, son más duras. Al menos, ésa es la opinión de un tipo como yo, que conserva sus pequeños machismos.

–¿Cuál fue la primavera que más le duró?

–La que más me duró no es mi preferida, porque generalmente es la más dura: la de la primera adolescencia. De esa primavera recuerdo que quería ser mayor. No tengo esa nostalgia de la infancia que tienen todos los escritores que conozco.

Lo dice, de veras, sin nostalgia. Hasta el final de la entrevista, entrega la risa en cuotas y avisa, por si acaso, que tampoco suele tener ganas de sonreír para las fotos, aunque esta vez sonría. Sabina es su propio mito y, al mismo tiempo, el mito se le escapa. Sigue siendo un perro andaluz sin domesticar, que conserva lo que más importa: una bendición para los calvos "que se quitan el sombrero ante la dignidad y la belleza", y la estrofa de una canción en la que todavía anda pidiendo cosquillas para serios.

 
 
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